Aquella fue una noche inolvidable. Jamás había vivido una situación tan intensa, tanto, que su magnitud desbordó los límites que mi espíritu puede soportar. Tal es mi tormento y desesperación ahora, que, además, aquí entre los altos muros y las mallas metálicas no encuentro sentido a nada.
Estaba acostumbrado a una vida tranquila y relajada, sin sobresaltos. No, al menos, ninguno más allá de un pequeño corte mientras se está cocinando. Uhm, ni mi propio humor, por poco original que sea, dibuja ahora la más mínima sonrisa en mi perfil.
Aquella, sin embargo, fue una noche que quedó impresa en todas y cada una de las paredes de mi memoria, tan claramente, que con facilidad podría ahora rememorar cada instante de ésta.
El esposo llegó a casa más tarde de lo que acostumbraba. No había avisado de su retraso y entraba por la puerta como si nada fuera diferente, a excepción de un rostro, si acaso, algo más agotado de lo habitual. Su mujer, que lo había estado esperando enfrascada en sus tareas, no había detenido la frenética imaginación maliciosa desde que el minutero pasara las nueve y media. Tan pronto como escuchó la puerta cerrarse, atacó con su inquisitivo cuestionario. Él sinceramente parecía estar acostumbrado a los tempranos juicios de su mujer e impermeable a su malograda inventiva.
Yo, desde la cocina, veía y escuchaba a la incómoda pareja, mientras recordaba tantas y tantas discusiones anteriores. Difícilmente alcanzaba a recordar cuándo empezó todo aquello. Quizá incluso fuera previo a mi llegada a ese hogar.
La confesión del marido, que alegaba que diversos imprevistos en el trabajo eran la única y determinante causa de su tardanza, no bastaba para acallar el apetito voraz de su mujer, si bien, aun con todo, la discusión pareció amainar en tanto la esposa terminaba de preparar la cena y el esposo se vestía con una ropa más cómoda.
Recuerdo que yo mismo acompañé a mi señora al poner los platos sobre la mesa. Cuando llegó él, yo seguía allí. La mitad de la cena se resolvió en un mudo masticar, hasta que súbitamente, el interrogatorio arreció nuevamente. Los ojos de la mujer se habían vuelto más profundos, con una mirada tan penetrante que de haber resultado físicamente posible, habrían arrancado la verdad (si es que la confesión no era sincera) de la mente del marido.
Se levantaron. La discusión se encendió como un fuego al que le cae accidentalmente un chorro de alcohol puro. La esposa, en su ardor, mantenía un rostro helado. Del esposo, empezaron a surgir como llamaradas. Su vista se apagó un instante, tras lo cual escondió la cabeza entre los brazos, abrumado, como hace quien no puede soportar ya más la tormenta.
Entonces la mano del marido iracundo se alargó hacia la mesa y me asió con rigidez, dirigiéndome violentamente hacia el torso de su esposa. Los ojos de ella cambiaron. La seguridad que hasta ese momento lucían se disolvió, inyectándose del pavor más atenazador. Sus pies, libres del dominio neural, retrocedieron, tratando en vano de recuperar los metros seguros que los separaban del loco y de mi férreo filo inocente.
El esposo, perdida ya la cordura toda, continuó avanzando, amenazando a su amante con su indómita agresividad. Todo el dolor, toda la presión sufrida por aquél ingenuo hombre brotaba ahora como si se hubiera acumulado con el único objetivo de reunir la fuerza necesaria para acometer su venganza.
Y la cometió. Se abalanzó bruscamente sobre el ser que amaba. Sin vacilación, me hundió en su pecho y pude ver las vísceras de aquella víctima culpable de su propio destino. Una y otra vez me clavó incesante en el cuerpo de la mujer mientras la savia escarlata bañaba mi filo, la estancia y el rostro del asesino desatado.
Al alba, cuando el sol se elevó entre los tejados, aún seguíamos allí. Yo, el cuerpo inerte y el hombre inocente, arrodillado ante su pecado mortal.
De las cortinas de tul se desprendían inexorables las gotas de sangre arrebatada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario