12 de febrero de 2012


Habían pasado muchos años desde que guardara aquel papel garabateado al fondo de un cajón de mi escritorio. Sabía entonces que habría de escribir esa historia en alguna ocasión, pero en ese momento no tenía confianza suficiente. Quizá fuera que no se habían asentado aún los cimientos del tiempo, o tan solo que amaba demasiado para traicionarme así. O traicionarlo a él.

Ya son décadas las que llevo ocupando esta cálida habitación, tan bien engalanada con esos tapices de rojo bermellón, hundiendo mis dedos en la vieja Olympia -el silencio del ordenador de ahora me fatiga más que aquel murmullo- y viendo como se suceden batallas, victorias, amores y reyes en mis novelas. Ahora llega el monólogo del drama. Del Drama.

Sé que lo amaba. Y sé que lo amaba diferente. Lo amaba como a nadie había amado. Y sin embargo lo odiaba con militancia fiel. Mi mirada se turnaba entre la tierna inocencia del temprano enamorado y la acidez cítrica. Recuerdo, y no alcanzo a comprender cómo aceptaba aquellos ojos cuando le ofrecía mis disculpas de tan austera sinceridad. Tal vez ahora, dibujando su silueta con ingenio en la blanca pared de mi estudio, ya no le ame, pero le quiera mejor.

Su gran error era aceptarlas. El gran idiota me regalaba a cambio noches de frenética actividad sexual. La libido encendida se convertía en el candado sin llave entre los dos. Éramos novios, sí; y nos queríamos, por supuesto; vivíamos juntos, también; pero al final todo era amor y sexo y el amor era frágil. Mi atracción por él me hacía loco y yo le volví loco a él.

Todo era perfecto y sin embargo yo, tan cobarde. Y tan egoísta. Le reprochaba mentiras, engaños y traiciones de los que no era responsable, sino yo. Mi gran error fue permitirle amarme.

Nunca desde la última noche me he despertado una mañana sin lágrimas en la cara ni llagas en el corazón. Celos. Celos y locura, avivada por a saber que quiméricas invenciones –y la absenta –, convocaron a Lady Macbeth y su consejo me dio fuerzas para apuntar con el cañón a su pecho. Si él no se hubiera acercado a mí aquella noche yo no habría osado apretar el gatillo. Pero sentí miedo. No sabía que a quién temía fuese a mí.

Ahora su iris de plata me abrasa el corazón al recordarle; al recordar la plata opaca por el daño irreparable de la culpa y la pólvora. Mas el arrepentimiento no es morfina suficiente: solía apagar ese fuego con el opio y el alcohol. De cuántos títulos no son más autores ellos que mi nombre.

Éste, lo firmo yo.


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