Habían pasado muchos años desde que guardara aquel papel garabateado al
fondo de un cajón de mi escritorio. Sabía entonces que habría de escribir esa
historia en alguna ocasión, pero en ese momento no tenía confianza suficiente.
Quizá fuera que no se habían asentado aún los cimientos del tiempo, o tan solo
que amaba demasiado para traicionarme así. O traicionarlo a él.
Ya son décadas las que llevo ocupando esta cálida habitación, tan bien
engalanada con esos tapices de rojo bermellón, hundiendo mis dedos en la vieja Olympia -el silencio del ordenador de
ahora me fatiga más que aquel murmullo- y viendo como se suceden batallas, victorias,
amores y reyes en mis novelas. Ahora llega el monólogo del drama. Del Drama.
Sé que lo amaba. Y sé que lo amaba diferente. Lo amaba como a nadie
había amado. Y sin embargo lo odiaba con militancia fiel. Mi mirada se turnaba
entre la tierna inocencia del temprano enamorado y la acidez cítrica. Recuerdo,
y no alcanzo a comprender cómo aceptaba aquellos ojos cuando le ofrecía mis
disculpas de tan austera sinceridad. Tal vez ahora, dibujando su silueta con
ingenio en la blanca pared de mi estudio, ya no le ame, pero le quiera mejor.
Su gran error era aceptarlas. El gran idiota me regalaba a cambio
noches de frenética actividad sexual. La libido encendida se convertía en el
candado sin llave entre los dos. Éramos novios, sí; y nos queríamos, por
supuesto; vivíamos juntos, también; pero al final todo era amor y sexo y el
amor era frágil. Mi atracción por él me hacía loco y yo le volví loco a él.
Todo era perfecto y sin embargo yo, tan cobarde. Y tan egoísta. Le
reprochaba mentiras, engaños y traiciones de los que no era responsable, sino
yo. Mi gran error fue permitirle amarme.
Nunca desde la última noche me he despertado una mañana sin lágrimas
en la cara ni llagas en el corazón. Celos. Celos y locura, avivada por a saber
que quiméricas invenciones –y la absenta –, convocaron a Lady Macbeth y su consejo
me dio fuerzas para apuntar con el cañón a su pecho. Si él no se hubiera
acercado a mí aquella noche yo no habría osado apretar el gatillo. Pero sentí
miedo. No sabía que a quién temía fuese a mí.
Ahora su iris de plata me abrasa
el corazón al recordarle; al recordar la plata opaca por el daño irreparable de
la culpa y la pólvora. Mas el arrepentimiento no es morfina suficiente: solía
apagar ese fuego con el opio y el alcohol. De cuántos títulos no son más
autores ellos que mi nombre.
Éste, lo firmo yo.
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